Todos queremos ser felices. Pero, ¿qué es la verdadera felicidad y cómo encontrarla? Sólo el Señor tiene la respuesta a esta pregunta.
La felicidad es la vocación del “hombre”. Todos estarán de acuerdo con este tipo de afirmación, especialmente aquellos que toman el control y comienzan a vivir sus vidas. Más que nada, queremos ser felices. En cuanto a saber lo que es la felicidad, se escriben tratados filosóficos, pero ninguno de ellos resuelve el problema. Se proponen recetas, pero ninguna de ellas resiste la prueba. Porque lo importante no es tanto saber definir la felicidad, sino ser feliz. Sorprendentemente, el Nuevo Testamento no usa la palabra “felicidad” para definir una noción abstracta. Ni Jesús ni los Apóstoles son filósofos. No escriben un tratado sobre la felicidad. No dan definiciones. No prometen hacer felices a los demás como la gente lo entiende. Jesús hace otra cosa. Él determina con autoridad quién puede decir que se siente feliz. No son nunca los que imaginamos.
Felices los que…
Basta con hacer una pequeña prueba. Tome una hoja de papel y escriba la lista de ingredientes que cree que son necesarios para ser feliz. A continuación, escriba, a la manera del Evangelio: “Felices los que”. Luego compárelo con el capítulo cinco del Evangelio de Mateo. Esto es lo que salió cuando practiqué este juego con un grupo de jóvenes: “Felices los que tienen suficiente dinero para vivir. Felices los que gozan de buena salud. Felices los que tienen una familia unida. Felices los que tienen trabajo. Felices los que han encontrado su vocación. Felices los que se sienten bien consigo mismos. Feliz el que tiene buen carácter. Feliz aquel que no tenga padres separados.” Estas son algunas de las respuestas mejor formuladas. Ninguna de ellas habla de la felicidad de ser creyente o de ser amado por Dios.
Cuando hemos comparado estas respuestas con las Bienaventuranzas, no sólo nos han impresionado las diferencias evidentes entre estas dos listas -nos lo esperábamos-, sino también el hecho de que nadie estaba convencido por la lista establecida por Jesús. Algunos lo admiraban, pero nadie lo envidiaba. Obviamente, no estábamos hablando de lo mismo. No importa los matices que se le pongan, nadie consideraba realmente feliz a la persona pobre, paciente o misericordiosa, nadie envidiaba la situación de la persona que llora. Por no hablar de la persecución, que provocó grandes gritos, como era de esperar. Solamente la pureza de corazón o el amor a la justicia pudieron ser considerados fuentes de felicidad.
La felicidad, un regalo que ya hemos recibido
Fue un buen ejercicio. Hizo posible comprender que hay dos concepciones, si no de la felicidad, al menos del hombre feliz. Para Jesús, únicamente quien está en comunión con Dios es verdaderamente feliz. Y la gran revelación de Jesús es que Dios debe ser imaginado más bien como un pobre, un paciente, un misericordioso, un pacificador, un corazón puro.
El feliz es quien acepta depender de Dios en toda simplicidad de corazón y confía en Él. El que confía más en Dios que en los hombres es feliz. La declaración de la Virgen María a Santa Bernardita Soubirous en Lourdes: “No os prometo ser felices en la tierra, sino en el Cielo” puede entristecer a los que no creen en Ella, pero llena de alegría a los que la reciben en la Fe.
Por lo tanto, es necesario, con Jesús, darle la vuelta a la fórmula. En vez de buscar lo que puede hacer feliz al hombre, una tarea arriesgada y a menudo decepcionante, es mejor buscar a aquellos que merecen esta “etiqueta” divina de hombre feliz. El Señor entonces abre nuestros ojos sobre lo que es la verdadera felicidad. Ser felices es un don que ya hemos recibido, pero que a menudo nuestros ojos no pueden ver. Debemos pedirle al Señor que nos la muestre. En vez de correr tras una felicidad ilusoria que siempre nos escapará, como objetos virtuales fugaces, pidamos al Señor que nos revele lo felices que somos.
Fuente: Aleteia.