Acuden a donde raramente va un sacerdote: en las zonas más remotas, más pobres y más difíciles, las Misioneras de Jesús Verbo y Víctima comparten la pobreza y el abandono con la gente y le infunden esperanza. Su congregación fue fundada en 1961 en Perú, y actualmente está presente en siete países iberoamericanos.
En la Archidiócesis boliviana de Sucre, seis de estas religiosas -fácilmente reconocibles por sus hábitos azules- viven y trabajan en tres parroquias de los Andes. Una de ellas es argentina y las otras cinco son peruanas. Los caminos son largos y arduos, hay serpientes venenosas, y las religiosas tienen que superar obstáculos escarpados y rocosos y, a veces, incluso cruzar riachuelos convertidos en torrentes por las fuertes lluvias. Además, las Hermanas han tenido que aprender primero la lengua quechua de la población indígena. “Eso fue difícil”, recuerda la Hna. María Augusta, que trabaja como misionera desde hace 37 años.
Entre otras cosas, nos cuenta: “Sobre mulas o las dos ‘ruedas’ que son nuestros pies, viajamos durante doce a catorce horas para visitar a nuestros creyentes, que tienen hambre de Dios. Cuando llegamos, estamos agotadas, pero nuestro espíritu se mantiene fuerte. El pueblo espera a sus ‘pastoras’”.
Las religiosas rezan con ellos, consuelan a los enfermos y moribundos en su último viaje, a los que pueden administrar la Sagrada Comunión, bautizan a los niños, dirigen los funerales y Liturgias de la Palabra e imparten la catequesis. Su incansable servicio en las condiciones más difíciles se nutre de su vida de oración contemplativa. Pero también ayudan a la gente en las preocupaciones y necesidades concretas de la vida diaria, y, como no hay médicos, las Hermanas también proporcionan asistencia médica dentro de sus posibilidades.
Estas religiosas no reciben ningún salario por su labor, por lo que dependen de ayuda externa.
Fuente y foto: ACN Colombia