¿Cómo murieron los apóstoles? Muerte de San Andrés Fuente: Revista Cristiandad
Durante su estancia en Acaya el bienaventurado San Andrés fundo muchas iglesias y convirtió a la fe de Cristo a numerosas personas, las adoctrino y bautizo, y entre ellas a la esposa del procónsul Egeas. Cuando este se entero de que su esposa se había convertido al cristianismo, acudió a la ciudad de Patras y trato de obligar a los cristianos a que ofreciesen sacrificios a los ídolos. Pero San Andrés se presento ante el procónsul y le dijo:
– Desiste de tu empeño. Tú, elevado a la categoría de juez de los hombres en la tierra, tú eres quien debes tratar de conocer a tu juez que está en los cielos; tú también debieras darle culto y apartar tu alma de los falsos dioses.
Egeas replico:
– Resulta que eres Andrés, el predicador de esa secta supersticiosa, que no hace mucho los romanos mandaron exterminar.
Respondiole Andrés:
– Los emperadores de Roma no saben que el Hijo de Dios ha venido a la tierra y que nos ha enseñado que los ídolos son demonios que instigan a los hombres a que ofendan al Dios verdadero para que este, al sentirse ofendido, aparte de ellos sus ojos y sus oídos. Lo que el diablo pretende es alejar a los pecadores de su Señor, porque de ese modo hace con ellos lo que quiere, los somete a su esclavitud, y, cuando sus almas salen de sus cuerpos, despojadas de todo no llevan al otro mundo más que sus propios pecados.
Con estas palabras iniciaron un largo dialogo en que San Andres intentaba convertir un alma al cristianismo, y Egeas intentaba pervertir al santo. Y no logrando este ultimo su objetivo, arrebatado de ira ordeno el encarcelamiento de Andres.
A la mañana siguiente Egeas se sentó en su tribunal y mando que condujeran al prisionero ante él; cuando lo vio en su presencia lo insto una vez más a que ofreciera sacrificios a los dioses, añadiendo:
– Si no me obedeces te haré colgar en esa cruz de que tanto has hablado.
A esta amenaza agrego el procónsul otras muchas más, en tono irritado. Andrés, tras oírle respondió con calma:
– De todos esos suplicios que acabas de enumerar elige el que quieras; el mayor de ellos, por ejemplo; o todos juntos, si así lo prefieres. Cuanto mayores sean los tormentos que me hagas padecer por mi rey, tanto más le agradare.
Seguidamente, siguiendo órdenes de su jefe, veintiún hombres azotaron al santo; después, lo ataron por los pies y por las manos a una cruz; no lo clavaron a ella para que tardara más en morir y sus padecimientos fuesen más prologados.
Cuando lo llevaban hacia el lugar donde habían preparado el patíbulo se incorporo mucha gente al cortejo. Algunos de los que formaban la trágica comitiva comenzaron a dar gritos, diciendo:
– Este hombre es inocente; estas derramando su sangre contra toda justicia.
El apóstol les rogó que callaran y que no impidieran su martirio, y al divisar desde lejos la cruz en que iban a suspenderle, fue él quien grito, saludándola de esta manera:
– ¡Salve, oh Cruz gloriosa, santificada por el cuerpo de Cristo y adornada con sus miembros más ricamente que si hubieses sido decorada con piedras preciosas! Antes de que el Señor te consagrara fuiste símbolo de oprobio, pero ya eres y serás siempre testimonio del amor divino y objeto deseable. Por eso yo ahora camino hacia ti con firmeza y alegría. Recíbeme tú también gozosamente y conviérteme en discípulo verdadero del que pendió de ti. ¡Oh Cruz santa, embellecida y ennoblecida desde que los miembros del Señor reposaron, clavados, sobre ti! ¡Oh Cruz bendita, tanto tiempo deseada, solícitamente amada, constantemente buscada y por fin, ya preparada! ¡A ti me llego con el deseo ardiente de que me acojas en tus brazos, me saques de este mundo y me lleves hasta mi Maestro y Señor! ¡El, que me redimió por ti, por ti y para siempre me reciba!
Dicho esto, se despojo de sus ropas y las regalo a los que iban a atormentarle. En seguida los verdugos cumplieron las órdenes que les habían dado, lo suspendieron del madero. Dos días tardo en morir. Durante ellos no ceso de predicar desde aquel púpito a una concurrencia de unas veinte mil personas, muchas de las cuales se amotinaron contra Egeas intentando matarle y diciendo que aquel santo varón tan justo y virtuoso no merecía el trato que le estaban dando. Egeas, tal vez para liberarse de las amenazas del pueblo, acudió al lugar del suplicio decidido a indultar al mártir; pero Andrés al verle ante si le dijo:
– ¿A qué vienes? Si es para pedir perdón, lo obtendrás; pero si es para desatarme y dejarme libre, no te molestes; ya es tarde. Yo no bajare vivo de aquí, ya veo a mi Rey que me está esperando.
Pese a esto, los verdugos, por orden de Egeas, intentaron desatarle; pero no pudieron conseguirlo; más aun: cuantos osaron tocar las cuerdas quedaron repentinamente paralizados de manos y brazos. En vista de ello algunos de los que estaban de parte del apóstol decidieron desatarlo por sí mismos, mas Andrés se lo prohibió y los invito a que escucharan atentamente esta oración que pronuncio desde la cruz, y que San Agustín transcribe en su libro sobre la Penitencia:
«No permitas, Señor, que me bajen vivo de aquí. Ya es hora de que mi cuerpo sea entregado a la tierra. Ya lo he tenido conmigo mucho tiempo. Ya he trabajado bastante y vigilado para conservarlo. Ya es llegado el momento de que me vea libre de estos cuidados y aligerado de esta pesada vestimenta. Mucho esfuerzo me ha costado soportar tan fatigosa carga, domar su soberbia, fortalecer su debilidad y refrenar sus instintos. ¡Tú sabes, Señor, que esta carne frecuentemente trataba de apartarme de la contemplación y de enturbiar la placidez que en ella encontraba! ¡Tú conoces muy bien los dolores que me ha proporcionado! ¡Tú, oh Padre benignísimo, no ignoras como siempre que pude, y gracias a tu ayuda, refrene sus embestidas! Por eso te pido, oh justo y piadoso remunerador, que des esto por acabado. Yo te devuelvo el depósito que me confiaste; no me tengas más tiempo atado a él; confíalo a otro que lo conserve y guarde hasta que resucite y entre en el disfrute de los gozos obtenidos con los pasados trabajos. Devuélvelo a la tierra; líbrame del afán que supone tener que vigilarlo y concede a mi alma agilidad e independencia para que sin trabas vuele hacia ti, fuente de felicidad eterna!».
Acabada esta oración, el crucificado quedo durante media hora envuelto por una luz misteriosa venida del cielo, que ofuscaba la vista de los presentes y les impedía fijar los ojos en el. Después, y en el preciso momento en que la claridad aquella desapareció, el santo mártir entrego su espíritu al Señor.
Maximilla, esposa de Egeas, se hizo cargo del cuerpo del bienaventurado apóstol y lo enterró piadosamente. Mientras esto ocurría, Egeas, cuando se dirigía de regreso a su casa, antes de que llegara a ella, en plena calle murió repentinamente.