“Sentía que tenía un elefante sentado en mi pecho. Me costaba trabajo respirar profundamente, tenía náuseas todo el tiempo, estaba inapetente y me mareaba mucho cuando me ponía de pie o incluso cuando estaba recostada”, narró la niña en unas declaraciones dadas al medio estadounidense The New York Times.
Cuando Maggie volvió al hospital, los especialistas pensaron que los síntomas podrían ser psicológicos porque no mostró ningún signo de daño en su corazón o pulmones y dio negativo para el coronavirus.
“En ese momento no sabían nada sobre el ‘COVID prolongado’”, afirmó Amy Wilson, la madre de Maggie.
Meses después, la pediatra de Maggie, Amy DeMattia, confirmó el diagnóstico de COVID-19 con base en la historia clínica de la niña y el hecho de que sus padres dieron positivo en la prueba de anticuerpos contra el coronavirus.
A medida que avanza el tiempo y los científicos analizan con más detenimiento la COVID-19, se conocen algunos casos especiales como el de Maggie.
Estos “portadores de larga duración”, como se les ha llamado exceden cualquier estimación del virus y siguen presentando una serie de síntomas tras meses de haberse presentado la exposición. Por lo general, los niños corren un riesgo significativamente menor que las personas mayores de sufrir complicaciones graves y de morir a causa del COVID-19, pero las consecuencias a largo plazo de la infección, si acaso las hay, han sido poco claras.
Maggie no es la única que ha padecido de esto, al parecer hay más casos como este alrededor del mundo, en el que también están involucrados varios menores.