El actual año pastoral es especial para la Iglesia georgiana, pues ha sido consagrado a la Santísima Virgen de Fátima, que en 1917 se les apareció en Fátima, Portugal, a tres pastorcillos, confiándoles mensajes para el mundo que revestían gran importancia para el destino de la humanidad.
La quintaesencia residía en que la humanidad debía convertirse y de una vez dejar de ofender a Dios, porque el pecado tendría graves consecuencias para el mundo. A través de la oración, la penitencia y la conversión, cada ser humano podría contribuir a salvar al mundo de grandes males. Las apariciones se vieron reafirmadas el 13 de octubre de 1917 por un milagro del sol presenciado por muchos miles de personas, y están reconocidas por la Iglesia. Uno de los santuarios más importantes de la Iglesia Católica fue construido posteriormente en Fátima, santuario que ha sido visitado repetidamente por varios Papas.
En el curso de este Año de Fátima proclamado por la Iglesia georgiana, una imagen de Nuestra Señora será llevada a cada una de las 35 parroquias católicas de este país euroasiático ubicado en el sur del Cáucaso. Esto supone una gran alegría para la Iglesia Católica que, con 50.000 creyentes repartidos en tres ritos diferentes (armenio, caldeo y latino), representa solo una pequeña minoría en una población predominantemente ortodoxa. Uno de los objetivos de la “peregrinación” de la Virgen es también el de promover la comunión y el diálogo con los hermanos y hermanas ortodoxos, que también son bienvenidos.
Pero la Iglesia Católica georgiana no quiere celebrar este año solo con estos actos solemnes, sino también ofrecer una multitud de iniciativas para fortalecer la fe de la gente y ayudarla a moldear sus propias vidas a partir de la fe. En el centro de estas iniciativas está la familia. El programa incluye un curso bíblico para 200 participantes, varias iniciativas para la preparación para el matrimonio, apoyo educativo y educación familiar, un campamento de verano cristiano para parejas jóvenes y mucho más. Y es que sobre todo las familias deben entender que no solo reciben una atención especial por parte de la Iglesia, sino que ellas mismas, con su forma de actuar, son de vital importancia para la misión de la Iglesia, y que a ellas les corresponde difundir una cultura de la vida y desarrollar una “cultura de bienvenida” para la vida por nacer que también transmiten a las siguientes generaciones.