El 4 de mayo será recordado de por vida en Nápoles como el día en el que volvió a tocar el cielo, conquistando un ‘Scudetto’ histórico que se resistió en las últimas jornadas, pero que llevaba teniendo dueño desde febrero.
Osimhen obró el milagro y marcó el tanto del empate definitivo ante el Udinese (1-1) que certificó la gloria para todo un pueblo ávido de una fiesta que encontró, por fin, por tercera vez en su historia.
Terminó la larga espera del Nápoles y de la ciudad que lleva su nombre. Porque Nápoles, al menos estos días, no es una ciudad con un equipo, sino un equipo con una ciudad detrás. Fueron demasiados 33 años sin poder celebrar nada, pero, aunque lejos de casa y con susto, la ciudad porteña volvió a sentirse grande, más todavía.
Tuvo, eso sí, que sufrir para llegar al final feliz. Y como toda buena historia, tuvo los correspondientes giros de guion, las sorpresas y los héroes. Seguro que a los napolitanos les hubiera encantado certificarlo con una goleada en casa, pero seguro que tampoco se hubieran imaginado este día a principios de temporada.
Todo empezó con una primera parte insuficiente, en consonancia con la amarga ante el Salernitana del pasado domingo. Esta vez la sensación del partido fue, incluso, peor que un gol en el último suspiro. Porque levantarse dos veces es muy complicado y un gol del Udinese en el minuto 13, un disparo directo a la escuadra de Lovric que trajo consigo los fantasmas del último partido debido a su parecido con el de Boulaye Dia en el Maradona que aplazó la esperada fiesta, se antojó demasiado castigo. Dos golpes seguidos en cuatro días y menos de 90 minutos para reponerse.
El centrocampista de Udinese consiguió aprovechar un error en la basculación napolitana para recibir sin marca y con tiempo dentro del área. De nuevo Spalletti torcía el gesto, apuntaba en la libreta y parecía saber exactamente qué tenía que hacer para cambiar a su equipo.
Y es que el Nápoles parecía estar jugando desde hace un tiempo con una losa que pesaba demasiado. Quizá el tener más pendiente que nunca a todo un pueblo o la posibilidad de pasar a la historia estuviera siendo demasiado para un equipo que lo había hecho todo perfecto hasta ahora, pero al que le faltaba dar la puntilla.
Pero la virtud de este Nápoles, una de ellas, es que además de ser un equipo coral, tiene las individualidades suficientes para salir a flote en los momentos de mayor apuro. Y esta vez, como tantas otras a lo largo de la temporada, fue Victor Osimhen el encargado de guiar a los suyos al éxito con un gol nada más salir del descanso que cambió por completo el partido.
Estalló el Diego Armando Maradona, a 800 km de Údine, con bengalas, petardos y bocinas. Y el Nápoles fue otro equipo. Recuperó su esencia, se despojó de la losa que portaba y que le impedía ser él mismo, ser ese equipo temido en Italia y que fue la sensación de Europa.
Desde el gol del empate, el Udinese supo que no tenía más opción que aguantar como fuera las embestidas del merecido campeón. Porque el Nápoles se reencontró consigo mismo y no dejó escapar otra oportunidad de lograr lo casi impensable.
Esta vez un empate fue suficiente. Un 1-1 que quizá no pase a la historia como sí lo hará Osimhen tras marcar el gol. Un gol que costará borrar de la retina de los napolitanos y del que costará dejar de hablar en Nápoles. Esta vez, el conjunto partenopeo no falló a su cita con la historia, se convirtió en campeón del ‘Scudetto’ y devolvió a lo más alto de Italia a todo un pueblo.
Fuente: EFE – RCN Radio